MÚSICA EN IMÁGENES DE 1933 A 1980

Entender la revolución que supuso para el ser humano poder ver imágenes surgidas de una máquina y estampadas sobre una lona es algo que aún sigue fascinando. Una sensación inquietante comparable a la que produce tomar un avión, charlar por teléfono o la ingenua contemplación de una cerilla llameante.

El descubrimiento que hizo posible la magia cinematográfica se lo debemos a los hermanos Lumière. El cinematógrafo. Concebido para asombro del mundo en 1895. Desde entonces, solo la imaginación supuso un límite, un obstáculo que el propio ingenio acabaría eliminando.

Desde el raquítico cine mudo en blanco y negro, hasta la tridimensional exuberancia multicolor de nuestros días, se ha contado la historia del mundo y del Universo, del ser humano y no humano, de los sentimientos y las emociones. Las imágenes se abrieron a las palabras y éstas a la música.

Los sellos discográficos y los estudios de cine se saludaron cariñosamente a principios del siglo XX y el paso de los años los hizo inseparables, no solo por sus urgencias económicas, sino también por la necesidad de un profundo testimonio humano que ha requerido de la difícil comprensión del público.

La indolencia de los primeros consumidores terminó convirtiéndose en éxtasis. El talento, esa aptitud resbaladiza que debe al capricho su naturaleza, tuvo la culpa. Las destrezas de un puñado de músicos y cineastas dispuestos a cualquier cosa por expresar sus vivencias hicieron de estos artes un sueño hecho realidad.

La simbiosis entre el cine y la música llegó por primera vez en 1933, y el honor de tan fabuloso enlace lo tuvo un enorme gorila que secuestraba chicas guapas para subirlas a enormes rascacielos en el nombre del amor. ¿No es acaso eso lo que haríamos todos? King Kong, de Max Steiner, fue la primera película que aportó una composición musical completamente adaptada a las vivencias acaecidas en un largometraje. Desde entonces, los dos artes, se han entendido tan bien que ya nos es impensable ver una película sin su característico enfoque musical, y si no que levante la mano aquel que sea capaz de no silbar a B.J. Thomas en un día de lluvia.

LOS PRIMEROS AÑOS.

Las primeras dos décadas del siglo XX vieron nacer la industria del cine y la música. Los grandes estudios emergentes: Paramount, Warner Brothers, Metro Goldwyn-Mayer, Columbia, 20th Century Fox o RKO, se formaron junto a Polydor, Sony, Warner, Motown o Universal Music. Siendo ésta última la que se llevara el gato al agua construyendo los míticos Universal Studios en Hollywood. La legendaria meca de los sueños.

Cuatro producciones clavaron la bandera en todo lo alto de aquella colina del entretenimiento: Quo Vadis, El Gabinete del Doctor Caligari, El Golem yNosferatu. Fueron mención aparte las películas de Charles Chaplin, quien daría un sentido al drama humorístico con películas como El ChicoTiempos Modernos El Gran Dictador. Todo un alarde de genialidad y «savoir faire«.

Los veinte primeros años del cine fueron tiempos de enormidad sin banda sonora, tan solo ramplones artificios y sintonías de fondo que esperaban mejoras técnicas con las que relacionarse como era debido. El frustrante deseo de un niño que quiere ser mayor.

La década de los ´30 comenzó con Las Luces de la Ciudad. Charles Chaplin se hacía eterno, esperando a que un joven Alfred Hitchcock cerrara la década prodigiosa con Alarma en la Ciudad. Un tiempo de aprendizaje tan estimulante como el de aprender a andar.

Llegaron los años ´40, y con ellos la era dorada de los grandes cineastas. Se abría una veda a la inspiración y apreció Walt Disney con su varita mágica. El verdadero impulsor de las bandas sonoras y el genio inventor del divertimento nació en Chicago, y su obra es tan universal que debiera ser lo primero que todo ser humano experimentara en la infancia. Tan es así, que su cabeza aún permanece criogenizada a la espera de un futuro a su altura.

Pronto hará 73 años de una de las frases más míticas de la historia del cine: «play it once«, ronroneaba una abatida Ingrid Bergman a Sam, el pianista de la Casablanca de Michael Curtiz. Tres palabras que resumían el amor, la nostalgia y la frustración de una década marcada por la agonía de la Segunda Guerra Mundial. La entraña de la escena, unido a la romántica música de Herman Hupfend («As Times Goes By») explicaría la absurdez de aquella guerra (si hay alguna guerra que no sea absurda)

El efecto de una buena música que acompañara momentos emocionales explotó en la imaginación de los nuevos cineastas y compositores. La nueva fiebre del oro artístico atrajo a productores, guionistas, compositores, directores y actores al nuevo Oeste del arte. Un mundo que estaba lleno de posibilidades, dinero y, sin lugar a dudas, gloria. Pronto llegarían los años ´50 y con ellos el resultado de aquella minería creativa. Las superproduccioneshollywoodienses se mezclarían con la recién descubierta necesidad de evasión fácil. La esperanzadora contestación a una realidad cruda que tenía como escenario una Guerra Fría, la amenaza atómica y los fascismos.

El mundo de la música necesitaba adaptarse a las emociones que el cine había descubierto al público. Ya no valían viejas orquestas o deprimentes tonadas de piano. Se requería algo muy nuevo, algo que estuviera a la altura de aquella insolente apuesta y, de nuevo, la clave la tuvieron tres palabras: «rock and roll».

Se vivieron tiempos en los que la relación entre el cine y la música fue tan necesaria, que el resultado fueron las enormes comedias musicales del momento. El signo de aquellos tiempos llevado a la gran pantalla con: Siete Novias para Siete HermanosUn Americano en Paris y Cantando Bajo la Lluvia. Todas ellas con un denominador común en lo musical: el silbido. El recurso musical más usado en la época y narcotizante natural más efectivo.

Tras Singing In The Rain, muy pocas personas pueden decir no reconocer los sonidos emitidos en películas como: La Muerte tenía un Precio (Sergio Leone) El Puente Sobre El Río Kwai (David Lean) Heigh Ho (Blancanieves y los Siete EnanitosAlways Look At The Bright Side of Life en la Vida de Brian (Monty Piton) o la más reciente y pimpante, Twisted Nerve, de Kill Hill (Tarantino)

Tras descubrir las excelencias de lo cotidiano se hizo necesario prestar más atención al público intelectual: el teatro. Siempre acompañado por su caprichoso amante: Broadway. Cine y teatro nunca tuvieron una buena relación y tras años de fallidos intentos llegó el inminente divorcio. El convenio favoreció al teatro, quien obtuvo su presencia en el negocio con lo que hoy llamamos «series de televisión». La verdadera recreación actual de las mentes nobles.

Los gloriosos años ´40 comenzaron con Ciudadano Kane (Orson Welles) y los ´50 se estrenaron con Carta de una Desconocida (Max Ophüls) Las pasiones y el retrato descarnado del ser humano fueron una obsesión en esta década. Algo comprensible dado el contexto deshumanizante de la época. Guerras, miedo y encorsetamiento.  El caldo perfecto para estrenar una nueva era.

LA DÉCADA DE LOS ´50.

Ben Hur. La película de William Wyler con música de Miklós Rózsa, se consagró como primera banda sonora al uso. La emoción volvió a apoderarse de los espectadores, y aun habría más: Candilejas de Charles Chaplin, quien además de actuar, compuso sus propias bandas sonoras. El genio imperecedero que inventó la autodidaxia.

El esplendor ya había llegado para quedarse, y los bolsillos de los artistas se llenaron a la misma velocidad que lo hicieron las salas de cine. Aquella época dejó tesoros como Vértigo, de Alfred Hitchcock, musicada por Bernard Herrmann o Los Diez Mandamientos, dirigida por Cecil B. DeMille y compuesta por Elmer Bernstein, pero lo más sobresaliente fue el WesternRío Grande o Solo Ante el Peligro, ambas lanzaderas de figuras como John Ford, Gary Cooper o John Wayne.

Las urgencias provocadas por el nuevo cine desembocaron en una ululante necesidad de evasión y el público se volvió exigente. Eran necesarias nuevas formas de rebeldía que permitieran sortear la cotidianidad durante un par de buenas horas y la respuesta no se hizo esperar. Fred W. Wilcox estrenó El Planeta Prohibido en 1956. Una cinta que consiguió inflamar la imaginación de millones de personas ávidas de fantasía. Por fin había llegado la ciencia ficción. La respuesta insolente a millones de preguntas que nadie podía responder. Un tipo de imaginería que el director Jack Arnold replicó en El Increíble Hombre Menguante. ¿Era mejor el remedio que la enfermedad? Desde luego, a día de hoy la respuesta es un rotundo. Sí.

Aún era pronto para salir del planeta en busca de explicaciones y, tanto Billy Wilder con El Crepúsculo de los Dioses, como Alfred Hitchcock, con Con la Muerte en los Talones, ofrecieron el fidedigno retrato de la realidad psicológica del momento. Complejos, angustia y evasión contenida marcaron la década de los ´50.

LOS AÑOS ´60 Y EL VERANO DEL TERROR.

En este contexto comenzaron los años ´60. Un clima de agitación social que tuvo su apoyo en el arte, que sería usado a modo de cepillo para sacudir la caspa acumulada de las dos épocas anteriores.

Las descolonizaciones y, de nuevo, el clima bélico representado ahora por la Guerra de Vietnam, hicieron resurgir a un viejo amigo: el «rock and roll«. Ahora, por fin, convertido en un movimiento de masas. La «Beatlemanía» y la lucha por los derechos civiles marcaron diez años de un cine heredero del esplendor de los ´50 pero totalmente conmocionado por el horror del pasado.

No fue de extrañar que la película que estrenara la década en 1960 fuera precisamente Psicosis. Alfred Hitchcock y Bernard Herrmann se convirtieron en inefables referentes del nuevo terror psicológico. La inmortal escena en la que Anthony Perkins asesina a Janet Leigh a un ritmo de 5/4 supuso un shock del que aún no nos hemos recuperado del todo.

Los enormes compositores de la década anterior aún vivieron días de vino y rosas: Rey de Reyes, de Miklós Rózsa o La Gran Evasión, de Elmer Bernstein, fueron vivos ejemplos. No obstante, fueron los nuevos compositores y directores los que iban a poner todo este mundo patas arriba.

El cine deseaba madurez y los avances tecnológicos hicieron el milagro posible. De nuevo la ciencia ficción pedía paso, y el estreno de El Pueblo de los Malditos, en 1960, dio el ansiado respiro. La imaginación se impuso durante la segunda mitad de la década y el espectáculo lo sirvió Stanley Kubrick con su 2001: Una Odisea en el Espacio. Una película que incluyó como banda sonora una pieza clásica: Así Habló Zaratrustra de Richard Strauss. La afección de estas músicas a escenarios o acciones cinematográficas se volvió ineludible y, pese a que el maestro Leonard Bernstein se esforzó enormemente en separarlas con teoría musical, la realidad se ha acabado imponiendo, haciendo imposible, por ejemplo, no pensar en el Salvaje Oeste mientras suenaWilliam Tell de Gioacchino Rossini.

No tardó en colarse en la vorágine reinante un nuevo subgénero: La Serie B. Huérfana de recursos y considerada inferior por los directores ambiciosos pero también un nuevo zapato para tanto viejo pie. Estos directores «diferentes», demostraron que, una vez más, el talento sería la espoleta que haría avanzar al enorme trasatlántico en que se había convertido el Séptimo Arte.

Algunos directores y músicos debieron aglutinar varias responsabilidades para afrontar las insolvencias económicas de la época. Una desventaja que, a su vez, agudizó el ingenio de los nuevos aspirantes al trono del celuloide. Un nuevo cine de minorías se fraguaba en el horizonte del entretenimiento y la respuesta fue la ciencia-ficción. Alphaville, de Jean Luc Godard, Fareheit 451, de François Truffaut o El Planeta de los Simios de Franklin J. Schaffner, fueron el acertadísimo reflejo de un planeta esquizofrénico y lleno de manías que no se podía explicar de otro modo.

La música se impuso en el año 1966. La psicodelia, el blues, el jazz y el rock, irrumpieron en el primer mundo y no quedó más remedio que hacerles caso.Blow Up, la representativa película de Michelangelo Antonioni, incluyó un histriónico concierto de The Yardbirds en su metraje, además, de a un joven Herbie Hancock como compositor de su banda sonora. Los ´60 comenzaban a representar el bálsamo a décadas de imposiciones que exigían cambios.

La interesante receta que pondría a músicos de rock a amenizar películas comerciales comenzó ya en los años ´50. Elvis y Beatles cumplieron órdenes sin rechistar a cambio de fama y fortuna, pero la idea no era mala, y muchos músicos se interesaron en componer bandas sonoras para películas de corte más adaptado a la contracultura imperante. Una tendencia en la que la década se sumergiría completamente después de que, de nuevo, Antonioni, usara la pieza de la banda emergente Pink Floyd: Careful with that axe, Eugene, en la película Zebriskie Point.

La enorme apuesta que lo tradicional puso sobre la mesa para contestar al «hippismo» preponderante fue Sergio Leone. Un italiano encargado de resucitar al salvaje Oeste americano y un auténtico revolucionario de aquel género olvidado. La imprescindible trilogía compuesta por: La Muerte Tenía un Precio, Por un Puñado de Dólares y El Bueno el Feo y el Malo, le valieron la odiosa etiqueta de inventor del Spaghetti Western, pero a él, y a su eterno compositor, Ennio Morricone, les valió un puesto en la eternidad.

Los ´60 terminaron sumergidos en una vorágine de experimentación. Easy Rider, dirigida por Dennis Hopper, hablaría sobre de conducta de una sociedad resistente al cambio e incluiría como banda sonora un superlativo collage formado por: The Jimi Hendrix Experience, The Band, Byrds o Electric Prunes, catapultando uno de los iconos musicales contraculturales recordados: Born to be Wild, del grupo Steppenwolf.

El poderoso amor nacido entre el rock y el cine quedó reflejado en otra naciente etiqueta: «el documental musical». Una mayúscula fiebre por reflejar los nacientes eventos sociales se imponía ante la realidad de millones de jóvenes hartos de etiquetas.

La revolución cultural que supuso el festival de Woodstock (celebrado del 15 al 17 de Agosto de 1969) terminó por dejar de manifiesto que el rock era un estilo capaz de mover, a un tiempo, tanto consciencias como bolsillos. Lamentablemente, el buen rollo no duró mucho y tan solo cuatro meses después tuvo lugar el diabólico festival de Altamont (California) El réquiem rockero de la era de Acuario. Los documentalistas David y Albert Maysles, registraron un show violento y antipático en el que un joven afroamericano acabó siendo asesinado a manos de un miembro de la seguridad del festival, encargada incomprensiblemente a los peligrosos Ángeles del Infierno. Los Rolling Stones interpretaban Under my Thumb mientras el asesinato de aquel chico se cometía a pocos metros del escenario. Tras el suceso, el propio Mick Jagger decidió dejar de interpretar su Sympathy for the Devil durante los siguientes 20 años. El motivo: los oscuros mensajes que esta canción imprimía en los subconscientes de sus fans más impresionables.

Pese a los esfuerzos del líder de los Rolling Stones, aquel bochornoso «Woodstock del Oeste«, terminó por dar carta de naturaleza a unos diabólicos años ´70.  Una década heredera de la agitación social que, a mayor abundamiento, comenzaron con el asesinato en blanco y negro perpetrado en Psicosis, y que terminarían con el apuñalamiento, ya en color, de aquel documental maldito llamado Gimme Shelter. No es de extrañar, por tanto, que los siguientes años tuvieran una especial predilección por la violencia.

Curiosamente, 1969 que también el año en que se estrenó El Cowboy de Medianoche, de John Schlesinger, cuya pieza central fue compuesta por el cantante folk Fred Neil. Un bucólico contrapunto al frenesí imperante, y una deliciosa tendencia que acabó premiando con un Óscar a Burt Bacharach por Raindrops Keep Falling On My Head. La canción imposible que nos viene a la cabeza en los días de lluvia y que hizo famosa a la película Butch Cassidy and the Sundance Kid.

LOS AÑOS ´70. ADIOS, CAMINO DE BALDOSAS AMARILLAS.

La sofisticada espiritualidad proveniente del «hippismo» quedó reducida a cenizas en 1970. Las glorias musicales de los años ´60 comenzaron a caer como moscas víctimas de sus abusos y la imagen de un maligno cruce de caminos (aquel terrible lugar donde los demonios campan a sus anchas) se convirtió en el decrépito escenario de la guerra y del odio. Una encrucijada que apuntaba a cuatro manidos puntos cardinales: La crisis del petróleo desencadenada por la guerra en Yom Kipur, los escándalos políticos unidos a la dictadura del dinero auspiciada por Wall Street, la insostenible degeneración medioambiental del planeta y el inicio del fundamentalismo islámico. Un cóctel que aún se sigue agitando.

En la mitad de aquel cruce de caminos había millones de personas queriendo evadirse de todas las agonías regurgitadas por aquel mejunje, y la razón por la que el cine se volvió más cercano, evitando, conscientemente, las ínfulas filosóficas sesenteras. Otro réquiem al pasado interpretado, esta vez, por Francis Lai en Love Story, y de nuevo un Óscar de la Academia. Adiós, camino de baldosas amarillas…

Durante este periodo se dirigieron y compusieron muchas de las más maravillosas películas, discos y bandas sonoras de todos los tiempos, y el bien avenido matrimonio entre la música y el cine ofreció diez años de fastuosa cornucopia creativa. Tiempos, pues, de necesario «panem et circenses».

El cine bélico; de acción; de terror y la ciencia ficción, coparon las salas, y la acuciante falta de dinero agudizó enormemente el ingenio. Los nuevos artilugios musicales, como sintetizadores o mellotrones, sustituyeron a las prohibitivas orquestas reales, y los artistas no profesionales se impusieron a los viejos maestros. Como consecuencia de esto muchos artistas aprovecharon el tirón de los estrenos de cine para promocionar sus incipientes o maltrechas carreras; caso del ex Beatle Paul McCartney. Un artista global en horas bajas que revivió su presencia en los escenarios gracias a Live and Let Die (1973) Un single más pensado en Paul que en el Bond y un ejemplo de sublimación artística.

La violencia (el «leitmotiv» del ser humano) estaba en todas partes. Historias de barrios deprimidos, de pobreza, de delincuencia, de mafias, de venganzas y de muerte, fueron el delirio del público. Un panorama que, naturalmente, también afectó a la música. El rock se endureció hasta convertirse en una hipérbole tañida. Lo prohibido tentó a los artistas, y ya se hablaba abiertamente de satanismo, homosexualidad, crimen o xenofobia. La sociedad se había vuelto peligrosa y los cineastas pensaron que sería una buena oportunidad para llevar el caos imperante a la gran pantalla: Harry el Sucio (Don Siegel) El Padrino, (Coopola) Deliverance (Boorman) Taxi Driver (Scorsesse) La Naranja Mecánica (Kubrick) Malas Calles (Scorsesse) o Alguien Voló sobre el Nido del Cuco (Forman) fueron películas consistentes que ofrecían retazos de una sociedad esquizofrénica y despreciable. De todas ellas, una de las más aclamadas fue El Padrino, cuya sublime cabecera: The Waltz (Nino Rota) pasó a la historia como la sintonía mafiosa por antonomasia.

En la misma línea agresiva discurriría La Naranja Mecánica. Otra película que continuó el interés por revisión de sinfonías clásicas, en su caso, la 9ª de Beethoven; refrita con un enorme ingenio pop que, sin embargo, el tiempo ha arrojado al cajón de los errores. No cabe duda de que éste método modernizó muchas piezas clásicas trayéndolas, de los pelos, a la actualidad, pero también dio pábulo a un buen puñado de inmisericordes oportunistas. Fue el caso de Luis Cobos, al que yo mismo defino como: el anticristo del «kitsch«.

Bombazos como Apocalypse Now (Coppola) y la vibrante Cabalgata de las Valkirias (Wagner) aportaron otro ejemplo de modernización de lo clásico, esta vez bien hecho. Una tendencia abrazada, a su vez, por el rock progresivo cuyo mayor exponente fueron Emerson, Lake and Palmer. El propio Keith Emerson musicó algunas de las mejores películas de Dario Argento en los años ´80, no sin antes introducir a Mussorgsky o Béla Bartók al público joven.

Kramer contra Kramer. La extraordinaria película de Robert Benton, redimió a Vivaldi y Barry Lyndon, del genial Stanley Kubrick, a Franz Schubert.

Aquellos excesos de solemnidad hallaron descanso en otra recuperación histórica clásica: el «rag time«. Un detalle a la gente de color que vería devuelta una de sus infinitas aportaciones a nuestro desarrollo como «musicum hominem» gracias al éxito alcanzado por la composición de Scout Joplin (1902) en elEl Golpe de George Roy Hill. Otra de esas pimpantes tonadas impresas en nuestro subconsciente colectivo.

Otra música privada, esta vez el tango, encontró acomodo estético en el género dramático. El Último Tango en París, de Bertolucci, y con Gato Babieri como compositor, puso a Sudamérica en los oídos de un público abierto a todo.

Dentro del cine urbano y policíaco emergió un curioso subgénero: La «Blaxploitation«. Largometrajes callejeros centrados en la comunidad afroamericana. Un colectivo cansado de recibir golpes que quiso, por fin, hacerse notar con su propio cine declamatorio. Un género revelador mucho más allá de lo propiamente estético.  Las películas más famosas fueron las dirigidas por Gordon Parks Jr.: Superfly, con un inspirado Curtis Mayfield como compositor, yShaft, cuya canción homónima es, seguramente, la más representativa de todo el movimiento. En 1973, Larry Cohen, estrenó Black Caesar y con él, y un sudoroso James Brown, se dio carpetazo a un género sorprendentemente reivindicativo.

Las excentricidades de la década no terminaron ahí, puesto que en la primera mitad de los ´70, Norman Jewison, estrenó una de las extravagancias más recordadas de todos los tiempos: Jesús Christ Superstar, siendo su aportación el cenit de todos los límites conocidos. Tras su estreno, e involuntariamente, Jewison abrió dos vías nuevas:

La primera: La que iluminó el universo de las óperas rock. Un efímero planeta poblado solo por Ken Russell que, sin saberlo, cambiaría las reglas del juego con la filmación de la ópera rock Tommy, basada en el álbum homónimo del grupo inglés The Who. Unos años después llagaría Quadrophenia, de la misma banda, evidenciando que música y cine pueden tener los mismos canales de expresión.

Otro singular director, Richard O´Brien, rodó la gamberra The Rocky Horror Picture Show, y el genial Brian De Palma, culminó la gesta con la excéntrica El Fantasma del Paraíso. La industria del «rock and roll» llevada al cine en un esperpéntico delirio de ingenuidad estudiada. La historia perfecta de un cuento infantil vivido por mayores.

La segunda vía abierta por Norman Jewison reavivó el espíritu olvidado de los años ´60. Un negro en el papel de Judas podía ser demasiado para muchos, pero muy poco para otros. Una locura que ponía de manifiesto las enormes tendencias xenófobas de la época. La mejor definición de lo que significa «poner el grito en el cielo». Es muy posible que Jesús Christ Superstar supusiera el primer aval de un blanco a la lucha de los negros, incluso, es muy posible pensar que la «blaxploitation» fue, involuntariamente, cosa de Norman Jewison, pero, sea como fuere, nadie debería tener la titularidad exclusiva de nada sin el permiso de los demás.

La fuerte discriminación racial alcanzó límites tan insoportables que los únicos aliados que el colectivo negro podía tener se redujeron al cine y la música. Una sociedad dominada por los blancos que, afortunadamente, fue más democrática que cualquier institución política al uso y que sí ayudó a cambiar las cosas. Aún resuenan fuertes las proclamas desesperadas del músico Isaac Hayes, cuando en 1973 diría que: «Los negros, por fin, podían levantarse y ser hombres libres porque ya tienen entre ellos a un «Moisés Negro«.

Pese a que los tiempos estaban cambiando, el público requirió de sensaciones algo más prosaicas a las que poder agarrarse para calmar los vaivenes del día a día, y la Naturaleza, sabia y generosa, engendró a George Lucas, Steven Spielberg y John Williams. Los verdaderos revolucionarios del entretenimiento masivo. Los magos del escapismo.

El cine de terror alcanzaría el cenit con Tiburón. Una escalofriante película cuya poderosa banda sonora (de John Williams) pasaría al subconsciente colectivo de toda la Humanidad. El mismo olfato demostraría William Friedkin, dirigiendo El Exorcista, y Mike Oldfield componiendo el inquietante piano que se usó como gancho y que extrajo de su amortizado Tubular Bells. Oldfield pasaría a ser una de las figuras musicales referenciales de los años ´70, revelando años más tarde que jamás le gustó la idea de colaborar en la película de Friedkin: «Odié poner música a aquella comedia«. Diría con soberbia una vez estrenada.

El género fantástico se perfeccionó con La Profecía en 1976, dando por primera vez en la historia contenido satánico a una partitura comercial con Satanis(inversión del Corpus Cristi en latín) y que recibiría un Oscar a la mejor banda sonora del año. La era del demonio premiaba al fin a su sumum pontífices, y su compositor, Jerry Goldsmith, no había hecho más que empezar. Le esperaban aún las famosas composiciones de Star TrekAlienPoltergeist oGremlins. La ciencia ficción coparía las taquillas gracias a Star Wars o Superman, y las laberínticas partituras de John Williams traerían la renovación absoluta de un estilo que se acomodó en la mejor butaca de la industria cinematográfica. Un entretenimiento de lujo y para todos los públicos.

La década de los ´70 comenzó con la mundana estética «pop» de La Naranja Mecánica y terminó en el espacio, a miles de kilómetros de la Tierra, dentro de la Nostromo. La mítica nave de carga espacial que albergó a siete tripulantes y un incómodo octavo pasajero que terminaría convirtiendo a Ellen Ripley (Sigourney Weaver) en una heroína imperecedera.

Fue precisamente en este momento cuando la última sorpresa sobrevendría a todos; la llamada «Serie B» renació de sus cenizas, y con ella los relatos «lovecraftnianos» sobre la locura, los seres sobrenaturales, las puertas interdimensionales y las posesiones infernales. El infamando volvía a atenazar a nuestra especie y los héroes de andar por casa serían el pan y la leche de millones de espectadores que, con vehemencia, forraron cada rincón de sus cuartos con cada nuevo estreno del género.

John Carpenter (el príncipe del terror) dirigió en 1978 La Noche de Halloween y con un exiguo presupuesto fue capaz de recaudar cantidades ingentes de dinero, todo gracias al gancho más primitivo conocido: el miedo. Él mismo elaboró sus propias bandas sonoras, poniéndose a la altura de los compositores más notables, y realizó clásicos del cine «slasher» y «gore» imprescindibles.

LO QUE NADIE SE ESPERABA.

Pronto llegaron los años ´80. Años de fabulosos estrenos (al igual los ´90 los 2000) Nuevas técnicas, nuevos medios y miles de relatos que contar a una gente que, ingenuamente, creía haberlo visto todo. El ingenio, y un sin fin de avances mantuvieron a los espectadores pegados a sus butacas hasta que el mismo remedio provocó también la enfermedad.

Los avances tecnológicos terminaron por romper con las viejas costumbres adquiridas cincuenta años atrás y los usuarios del entretenimiento ansiaron adaptar las industrias audiovisuales a sus nuevas necesidades personales. El mercado no dudó en ofrecer la cabeza de los autores y los avanzados formatos de reproducción de música y video hicieron el resto. La ambición, el dinero y las incontrolables urgencias de los consumidores, obligaron a satisfacer demandas inasumibles de contenidos, obteniendo como resultado que la calidad musical y cinematográfica se acabara resintiendo.

La globalización, unida a la insidiosa competencia que ofrecían las telecomunicaciones, los videojuegos o las redes sociales, facilitaron un espectacular choque cultural que no dio tiempo a predecir correctamente. Ni la industria, ni las leyes, ni los consumidores ni tampoco los artistas, estuvieron preparados para deglutir tantos excesos, y el resultado aún pende de un hilo (algo que en microeconomía se conoce como «la curva de la indiferencia» El superávit y la extrema accesibilidad han provocado un natural desinterés hacia lo artístico. Un panorama de desorden que nadie es capaz de administrar con la coherencia suficiente.

La tradicional lucha entre lo viejo y lo nuevo, otrora ejemplo de equilibrada coexistencia, es hoy un devenir de confusión y futilidad para el que, simplemente, no estábamos preparados. El progreso y el inmovilismo vuelven a ser, hoy, la viva historia de un Mundo que Galileo ya definió en 1616 con tres simples  palabras: «eppur si muove«…y, sin embargo, se mueve.

VAQUERO CABALLO. EL EJEMPLAR FAVORITO.

Orgullo. Es la primera palabra que me viene a la cabeza al recordar los efectos de Vaquero Caballo durante su última actuación en directo. Orgullo como músico coetáneo pero además también como alicantino y amigo personal.

He tenido un difícil privilegio con ellos. Los presencié en directo como trío en sus inicios y ajeno a su evolución creativa, los he vuelto a revisitar recientemente en la sala Ocho y Medio ya en estado de febril madurez. Mi sensación al abrir el concierto fue la de estar presenciando a gente con un fuerte bagaje artístico y que se lo toma muy en serio. Exhibieron una evolución musical nada autocomplaciente y riesgosa que, francamente, funcionó con altura. Pude paladear un rock complejo y magníficamente ensayado, repleto de melodías y convincentemente presentado. La sorpresa fue descubrir que todos los temas que interpretaron guardaban una línea compositiva muy sólida y sin referencias marcadas de ningún artista. Definitivamente una magistral lección de estilo.

La solidez de los bajos y las envolturas mágicas de los teclados crearon lo más complicado; un ambiente en el que se podía respirar unos cuarenta años de música, desde la psicodelia furibunda hasta pasajes de enorme calidad técnica y acierto compositivo. Inspirados riffs de guitarra enrollados en fabulosas armonías, complejos compases de batería que traían a la mente lo mejor de otras décadas. Coqueteos con la bossa, intrincadas síncopas y la contundencia necesaria como para desear mucho más, y así fue. La banda se creció durante la actuación de un modo encomiable. Cada canción subía la apuesta de la anterior y aquello se reflejó en la interacción cada vez más apasionada del público y en varios minutos de aplausos al finalizar el show.

Vaquero Caballo suenan actuales, nada revisionistas y muy vivos. Me atrevería a decir que hacen ese tipo de rock innovador que suena a gloria en cualquier parte del mundo y que, en buenas manos, pudiera eclosionar en modelo cuando no en moda. Sus arreglos suenan tan adecuados y la dinámica es tan homogénea que incluso despertaron una vieja inquietud esotérica que suelo aplicar a lo musical. El acierto de un buen grupo no es tanto el virtuosismo técnico o capacidad de trabajo como su equilibrio intrínseco. La virtud entre los músicos es esa magia inexplicable que les hacen funcionar bien juntos. Si Keith Richards hubiera compuesto para Engelbert Humperdinck, seguramente hoy no cacarearíamos las canciones de los Rolling Stones tal y como las conocemos. La explicación a esta misteriosa sinergia está en el cosmos. Los signos zodiacales (en los que ya nadie cree por culpa de la televidencia) establecen fabulosas coordenadas de interacción entre los miembros de un grupo dado que la música acentúa sus características personales más profundas.

Me llamaréis loco pero sin necesidad de calzarme la capirote y la túnica sideral, apostaría a que Vaquero Caballo han acertado en esta combinación. Les auguro larga y productiva vida pero les aconsejo que eviten las decisiones en luna llena, no traen más que problemas.

LA MALDICIÓN DEL FARAÓN DEL ROCK AND ROLL

La importancia de Jimi Hendrix trasciende a lo insólito. No solamente por su enormidad guitarrística y compositiva o por representar a aquel misterioso club de los ´27 (cuyo miembro fundador, Robert Johnson, fue, además, su valedor musical) El milagro de Hendrix, como ya cantara su amigo Kevin Ayers, comenzó como una bendición pero terminó en maldición. Su vida, errática y azarosa, está plagada de señales, al igual que sus canciones, y esas señales son hoy tan interpretables como las profecías de un faraón que, a su muerte, execra a quienes osan perturbar su descanso.

Hendrix nació un premonitorio 27 de Noviembre de 1942 en Seattle, como si el dato de su muerte estuviera sutilmente incluido en el de su nacimiento, y algo debió intuir de aquello porque se pasó los dos últimos años de su vida cantando “Hear my train a-comin´” (oigo que llega mi tren) Una canción que solo interpretó en directo como su propia «danse macabre».

Su talento se desarrolló con los ingredientes que conforman el cocktel del que beben los genios: Trauma infantil por la separación de sus padres, incomprensión, deficiente expediente académico para la música y fuerte obsesión autodidacta por expresarse a través de un instrumento musical.

Explicar su monumental torrente creativo, desde una perspectiva sociológica, se me antoja excesivamente simplista, es por esto que recurriré a las pseudociéncias, que van más con el papel alienígena que muchos le atribuían, y con el halo enigmático que impregna toda su historia.

Desde el punto de vista astrológico, “The Jimi Hendrix Experience”, es la banda perfecta: Un signo de fuego lideraba el trio (Hendrix era Sagitario). Uno de agua, Mitch Mitchell (que era Cáncer) plantaba cara al incendio provocado por el signo dominante y, finalmente, otro de tierra, Noel Redding (Capricornio) pintaba el escenario perfecto donde se producirían las hostilidades. La mezcla de estos elementos, unido a sus talentos naturales, dio un vigor transgresivo, telepático e irrepetible a la banda. Lamentablemente,  estas combinaciones son tan atómicas como breves, y la formación no duró mucho. Tras la escapada de Mitch y Noel, Hendrix, introdujo a Buddy Miles, baterísta y Virgo, junto a Billy Cox, bajista y Libra, manteniendo un signo de tierra al bajo pero sustituyendo agua por aire en la batería, consiguiendo, de este modo, aplacar el salvaje enfrentamiento entre fuego y agua en post de desarrollos más largos pero menos iracundos, resultas de una llama mecida por el viento.

La combinación de los elementos, y algo de fantasía, marcan una guía relacional curiosa en lo artístico. Un pequeño mapa de improntas personales al que jugar para evitar ser excesivamente cerebrales y, por ende, aburridos. El ámbito musical es diferente al resto de artes debido a que los músicos se comunican entre ellos a través de sus instrumentos, y estos emplean un lenguaje emocional indeterminado cuyo canalizador es el alma, de la cual, a día de hoy, tan solo conocemos que pesa unos 21 gramos y que es eterna.

Volviendo a Hendrix. El maestro tan solo pudo terminar cuatro álbumes con material inédito antes de ser hallado muerto en Londres. Una muerte envuelta en la más extrañas circunstancias (y aun no esclarecida), que suscita una gran pregunta: ¿Qué pasó tras la desaparición de este monumental mito? cuya respuesta es que, tristemente, el Mundo quedó huérfano del mejor guitarrista del s.XX, dejando aun más desamparados a  sus propios músicos. Aquí comienza la oscura leyenda, y la maldición, del faraón del rock and roll, comenzando por su mánager y posible asesino, Michael Jeffrey, que moría en accidente de avión en 1973 dejando, aparentemente, manuscrita la confesión del presunto crimen.

En cuanto a aquellos músicos que trataron de emularle y profanar su legado, cada uno de ellos sufrió una implacable maldición que los redujo al olvido: Arthur Lee (Love), Randy California (Spirit) o Robin Trower. Pero los que, además, se arriesgaron a replicar su repertorio, corrieron peor suerte como fue el caso del malogrado Steve Ray Vaughan, del que solo se recuperó su inseparable sombrero tras un inquietante accidente de helicóptero en 1990. Sin embargo, la peor parte de todas se la llevaron los músicos de su propia banda.

Mitch Mitchel, que estaba llamado a ser el mejor batería de los años ´70, se difuminaba en una desacertada superbanda de corte hard rock (Ramatam, 1972) participando, tan solo, en su primer disco y siendo víctima de una sonrojante producción a cargo de Tom Dowd (Allman Brothers, Dereck & Dominoes) que parecía no apreciar demasiado al baterista. Tras aquella aventura jamás volvió a participar en ningún proyecto reseñable hasta 2008, año en que muere por complicaciones relacionadas con su adicción al alcohol.

Noel Redding, el díscolo bajista que le coló al genio de Seattle un par de sus anodinas composiciones, abandonó la Experience en 1969 por desavenencias con el líder para dedicarse a dar tumbos por el mundo moviéndose entre folk rutilante (Fat Matress), el proto heavy metal sencillote (Kapt Kopter, Road) o el AOR interesado (Noel Redding Band) hasta su retiro en 1976, eso sí, rodeado de ilustres colaboradores como Randy California (Spirit) o Eric Bell (Thin Lizzy) a los que no supo sacar mucho brillo.

Tanto Redding como Mitchell se vieron obligados a renunciar a los royalties que percibían por las grabaciones realizadas con Jimi Hendrix y, para 1974, ambos se vieron en la necesidad de vender el icónico instrumental de sus días de gloria con la Experience para poder pagarse la hipoteca. Redding murió de cirrosis en 2003, tras un decadente epílogo de estrella arruinada, ofreciendo un triste final para el mágico combo blanco del mago negro.

Por otro lado, la combinación negra de la segunda época de Hendrix, The Band of Gypsies, corrió algo más de suerte, tal vez, por haber paladeado en menor medida el escaso tiempo de vida del maestro que, por otro lado, fue el suficiente como para dejarlos abyectos por el resto de sus vidas.

Billy Cox, su bajista durante apenas un año, publicó un peculiar disco de funk cósmico en 1971, (que hubiera sido una obra notable de no ser porque parece grabado dentro de un armario) y tras aquello se dedicó a homenajear al jefe y a vivir de su leyenda. Actualmente es el único que sobrevive.

Por su parte, Buddy Miles, (batería, compositor y cantante), ya había comenzado una exitosa carrera con Electrtic Flag antes de enrolarse con Jimi Hendrix, y tras el deceso de éste, aun lanzó uno de los discos más redondos de la década (Them Changes) colaborando, incluso, con Carlos Santana en un fabuloso disco en directo. No obstante, y debido a un desaforado consumo de drogas, su popularidad cayó en picado durante las décadas siguientes y, quedando relegado a un circuito de bares, terminó también exprimiendo la teta de la nostalgia hasta su muerte en 2008.

La única explicación a la continuada maldición del faraón negro de la guitarra eléctrica se encuentra en la cepa original, en el primer maldito de todos: Robert Johnson (El guitarrista que vendió su alma al diablo en el cruce de caminos a cambio de su insuperable técnica) Al tratar de emularlo, Hendrix, contrajo su marca, y así sucesivamente todos los que quisieron reemplazarle.

Sus músicos y sus enormes riquezas, como sucede con la corte de los grandes monarcas, fueron enterrados junto a él, quedando todo su legado maldito por siempre, execrando a quien tratase de descifrar el jeroglífico musical que la deidad de la guitarra nos concedió a los mortales, mientras, hay quien dice que Hendirx, junto a toda su comitiva, nos observan, con altivez, desde la ciudad eléctrica de las mujeres, situada en algún lugar del universo, e incluso, hay quien opina que en los días en los que el cielo relampaguea con inusitada fuerza, el faraón, nos recuerda que también los dioses hacen el amor…

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EL ABUELO NO MURIÓ DE VIEJO

Volví a enfocar su figura uniformada en la mirilla del rifle. Crucé el pasillo hasta el dormitorio, con la cara pintada y el disfraz de camuflaje de papá. Entreabrí la puerta y allí estaba, durmiendo, el pelo blanco resinoso esparcido sobre la almohada como una aureola y la boca, desdentada, entreabierta. Su pecho, al respirar, se movía tan suavemente bajo la sábana que apenas si se percibía; tanto, que podría haberse dicho que ya estaba muerto. Le disparé, y el corcho le rebotó en la frente. «¡Tú la llevas!», –grité, y corrí a esconderme–. Seguramente murió de viejo pero no le digas a la mamá que estuve anoche en su habitación.

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LAS PRIMERAS VECES

Salió, sigilosa, a estirar las piernas con la cara enmascarada en sus largos bucles dorados y la mirada vigilante de quien se esfuerza en mostrar grandeza, cuando lo que siente es incertidumbre. Era la cuarta vez que ocurría aquella semana y ya empezaba a sentirse extraña. No bebía ni fumaba, algo inusual en personas de hombros débiles, pero, en aquellos momentos, necesitaba saber, como nunca, lo que se sentía al mirar al abismo a los ojos. La sirena sonó, y con la hiel aun rompiéndose en sus labios, recompuso los jirones de su uniforme con urgente necesidad y se encaminó, de nuevo, hacia su aula.

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RUIDO BLANCO

Llevo más de cinco minutos esperando en la cola de la caja de este supermercado y esto no parece que vaya a avanzar en los próximos cinco siguientes. ¡Un total de diez minutos desde que he entrado aquí! ­Se supone que alguien con los estudios mínimos debe velar porque estas situaciones no se den. Estoy perdiendo la paciencia y cada maldita persona que puebla este espacio me da asco. La luz artificial me está poniendo enfermo y ni siquiera huele mal. ¡No huele a nada! Es como estar en el último pasillo del último piso del edificio más recóndito del planeta – Pensé sabiendo que aquello acababa de empezar.

Era media tarde del lunes y para ahorrar tiempo debía ir al supermercado de al lado del trabajo para comprar detergente. Los lunes se hacían realmente duros cualquier semana del año pero solían ser aún peores si tenía que obligarme a ir a algún lugar que estuviera poblado de personas. Todos los lugares infestados de gente a media tarde son una agonía y el peor de todos es, sin duda, un supermercado.

Desde donde estoy encuadro perfectamente al guardia de seguridad como si fuera un adorno mugriento de bienvenida. Me encantaría que ese cretino se pudiera ver desde donde yo estoy. Se iba a llevar el disgusto de su vida. Con la pinta de jugador de tragaperras impotente que tiene y esa barriga de fracasado que le cuelga. Es como si no se hubiera mirado a un espejo en su vida. Apuesto a que si los niñatos que revolotean por los licores quisieran robar todas las botellas de alcohol podrían hacerlo sin esfuerzo porque este tío no iba a mover un dedo. Me lo imagino con la cabeza incrustada en la montaña de panetones de la puerta al tratar de detener a los chavales como un perro fofo tras un balón de fútbol. ¡Hay que ser imbécil! Pero aun peor es el tipo que lleva al niño metido en el carro de la compra. Con la cara de tonto que tiene a ese crío le espera un infierno en la pubertad. Estoy seguro de que su mujer le pone bien los cuernos… Eso es seguro. Mientras el atontado está aquí con el crío, ahí andará la otra en su casa dale que te pego con el vecino. El mismo que coincide siempre con ella  en el ascensor. Mientras el desgraciado está viendo el fútbol con su banderín de mierda llorando penaltis. ¡Uy! !Ay! Y su mujer está en casa del otro gimiendo sin descanso las mismas onomatopeyas. ¡Es que se ve nada más mirarle! Si todo me diera igual iría y se lo diría en la cara.

No era necesario vivir más tiempo aquella situación. Me sentí valiente y traté de salir de allí cuanto antes.

-Perdone señorita. -Dije en tono amable a la cajera encaramándome desde la cola. ¿Es que no van a abrir la otra caja, en esta tenemos para un buen rato, no le parece?

La cajera me ignoró y siguió despachando los artículos que extraía de una cesta de plástico que llevaba una pareja como si los sacase de la chistera de un mago. Al poco reaccionó, alzó la mirada hacía la zona de los cosméticos que se encontraba enfrente, y dejó un instante de aplastar mecánicamente unas rígidas botellas de tónica sobre el lector de productos. Se ausentó treinta segundos para preguntar de mala gana por su compañera al oriundo encargado de seguridad, quien, a su vez, tardó otros tantos en reaccionar y poner en marcha su particular dispositivo de búsqueda. Tiempo suficiente como para que la pareja de usuarios premium de tónica Schweppes consideraran aquello una falta grave.

– ¡Señorita! Cacareó con tono serio el cliente frotándose la nuca. Un tipo dolorosamente calvo, de unos cincuenta años, y premium también de Ralph Lauren. – Estas bolsas que venden ustedes son ínfimas. ¡No cabe nada! Fíjese, apenas nos entra la leche y dos cosas más y ya se han llenado.

– Apunte, Apunte. Apostilló a continuación la mujer que le acompañaba. Una señora de aspecto engañosamente frágil  y más joven que su él. – !Déjeselo apuntado a su encargado! Dijo mientras trataba de encajar pretendidamente mal un paquete de huevos dentro de un hueco inexistente de una de las dichosas bolsas. – ¡A buen precio las cobran ustedes luego, eh!. !A buen precio! Recalcó la mujer desahogando una conclusión que parecía estar allí presente en la mente de todos.

Sin apenas darnos cuenta, una nueva cajera llegó y se instaló en la caja de al lado. La chica parecía extasiada por la enorme cantidad de público presente en la cola. Se la veía casi actuar. Entró en situación como una actriz de teatro, parecía haber cambiado las tablas del escenario por las cajas registradoras.

Refunfuñé con ansiedad ante el panorama que me estaba tocando vivir. !Encima se quejan! Me detuve en observar al hombre cincuentón de las tónicas. Era un paleto venido a más. Lo imaginé en nochebuena, dándole la brasa a toda la familia con sus recetas de éxito. Debía ser de los que se piensan que el mundo es una enorme barra de bar llena de copas servidas solo para él. Menudo cretino. Su acompañante, además, era ya una mala pécora. De esas que se quejan por deporte. Seguro que también le pone los cuernos – Presentí en mi refugio mental.

– Pasen por orden de cola, por favor. Interrumpió la cajera recién llegada empleando el tono de una azafata de vuelo.

Durante unos segundos de confusión nos reubicamos todos en las dos cajas de un modo que habría dado una tesis a un sociólogo y en revuelo observé que el sujeto que pasaba ya su compra por la cinta era luis. Un viejo amigo del instituto. En aquellos años lo llamábamos el «monohuevo», y verlo de nuevo me resultó inquietante. A simple vista era un personaje de un cómic de Mortadelo que había cobrado vida. Unos horrorosos zapatos italianos de color blanco que adelantaban unos pantalones con más de mil lavados. Un enorme cinturón de hebilla que encerraba como podía una camisa abigarrada. Un pelo con truco en las entradas y una cara, tan abotargada y bronceada en pleno Diciembre, que hacían que confiar en él fuera una imprudencia suicida. Su aspecto, en definitiva, era delirante… Alienígena… Extraterrestre… Era un replicante.

Por otra parte, su compra tampoco defraudó. Vino del malo, un sin fin de mierda repelentemente anunciada en televisión. Gomina Giorgi, queso Camembert y media docena de congelados de marca blanca. Desde ese momento, el “monohuevo”, era también el rey de la serie media intergaláctica.

El contacto fue imprudente y, como no podía ser de otro modo, en el momento peor. Pagó su compra mientras yo lo ojeaba tan de refilón que podría habérseme desprendido la retina. Parecía que se marchaba pero se volteó por algún motivo inexplicable y nuestras miradas se encontraron. Error mío.

-¡Ismael!, ¡canalla! Gritó con el cuello torcido sobre su tronco y a un volumen afín a su compra y aspecto… Desproporcionado. Le respondí tratando de ocultar la profunda vergüenza que estaba sintiendo y esperó por mí a que pagara como un cobrador del frac que ha perdido la piedad por la dignidad ajena.

Su nombre era Luis Romero, era de Murcia, y debía hacer más de diez años que no nos veíamos. Durante la siguiente media hora no dejó de ponerme al día de los asuntos más intrascendentes, como si en su condición de alienígena tuviera la necesidad de transmitir experiencias a otro ser de su especie.

Presté la atención más básica que puedo conseguir sin ser maleducado y durante la conversación recordé el mito de su mote. Con quince años, Luis, fue un día al baño durante un recreo y salió de él gritando que le faltaba un testículo ante el estupor de un centenar de personas. Después se supo que se había comido un buen pedazo de cannabis que algún malote le dio diciéndole que era chocolate Valor. Se le fue tanto la olla que tuvo la sensación de que le menguaban los genitales mientras orinaba. Lo peor de todo fue que, tiempo después, supimos que su abuela le practicó una lavativa casera y estuvo ausente del instituto varias semanas. El mote de «el monohuevo» aún resuena en las paredes de aquel centro junto con generaciones de carcajadas.

– !Tío! Dijo Luis cogiéndome del hombro con fuerza y marcando su acento murciano. ¿Tú sabes algo de la gente? Por lo menos más de diez años que no los veo, el año pasado vi a Carlos, el que curra en el aeropuerto. ¿Tú qué estás haciendo ahora, a qué te dedicas? Tienes pinta de casado ¿Te has casado ya?

– Trabajo en un estudio de arquitectura. Le respondí en tono triunfalista. – Me casé con una chica de mi pueblo, Mónica, y vivimos juntos en el centro desde hace cinco años. De la gente no sé nada yo tampoco. ¿A tí cómo te va?

– !A mi muy bien! Trabajo de comercial en una empresa de calzado aquí cerca. Estoy soltero. Yo paso de casarme y de rollos de esos, ¿tu sabes la de tías que te puedes ligar en las redes sociales, tío? Hay miles desesperadas por conocer a alguien y las hay de todo tipo, hasta casadas que están ya aburridas de todo y quieren que alguien les recuerde lo que es tener veinte años otra vez. Tú ya me entiendes, ¿no? – Me contó con la sinceridad que emplearía un tonto.

Luis detalló cada chica que había conocido en una decena de redes sociales durante años de lívido desatada. Sus nombres, sus medidas e incluso la lencería que usaban cuando conseguía llevárselas a la cama. Mientras él me hablaba, yo me fijé distraídamente en un señor mayor situado cerca de nosotros. El hombre recibía instrucciones precisas de su mujer en un círculo de bolsas llenas de compra. Ella le hablaba alto, y era evidente que, debido a su avanzada edad, el señor tenía las capacidades justas de entendimiento y la movilidad de un reptil decrépito. Parecía que hubieran olvidado algo y para hacer la operación más ligera, fue la mujer -aparentemente más ágil- la que regresó a la jungla de artículos a rescatar el conveniente producto, dejando al abuelo encargado de las bolsas. El viejo puso todos sus sentidos en alerta de un modo casi circense. Se encogió de hombros, hinchó el pecho, y adoptó porte de soldado de infantería retirado. Parecía que fuera a desfilar en aquel mismo momento si  alguien le entregaba un fusil. Algo que no evitó que se la apareciera la Virgen a un mendigo que merodeaba en la puerta del establecimiento.

– ¡Eh, oiga, que le roban! – Grité apartando a Luis que se giró como dando un paso de baile. Los dos nos apresuramos a detener al ladrón que ya emprendía la huida mientras el anciano miraba a cualquier sitio menos donde debía. El chorizo se escurrió entre los vehículos aparcados frente al establecimiento y en segundos ya se había esfumado. Luis saltó detrás de él y le perdí la vista enseguida. El revuelo en la puerta del supermercado era notable. Comentarios, indignación, solidaridad apresurada. La humanidad de un minuto. Mientras tanto yo me dirigí hacia el anciano y traté de tranquilizarle. El hombre parecía temer más el momento en que su mujer irrumpiera en escena que el hecho de que le hubieran robado la compra.

– ¡Sinvergüenzas! !Ratas!! -Gritaba el viejo con el semblante lleno de odio y la mirada ahogada en la inherente frustración. Entretanto, en el suelo, y como consecuencia de estrépito organizado, distinguí una cartera. Era la de Luis. Lo supe porque una mujer me lo dijo señalándola con el dedo. Se le había debido escurrir del bolsillo al emprender la persecución con el ladrón. La tomé con mis manos del suelo, estaba abierta y pese a que no fue mi intención, pude ver como la foto de una mujer sobresalía de entre los bultos que había dentro de la billetera. Sentí un pequeño escalofrío en la espina dorsal que contuve con hermetismo y que se desvaneció justo cuando un reaparecido Luis la agarró bruscamente de mis manos cerrándola de un golpe.

– ¡Pensé que me la había robado el mendigo, qué alivio, tío! – Dijo exhalando todo el aire que traía en los pulmones.

Aunque confuso, me concentré en consolar al pobre hombre que estaba recibiendo una espectacular bronca por parte de su mujer. La señora había aparecido de entre el tumulto blandiendo un fuet con una mano. Si hubiera habido una cámara filmando ese momento, detrás de ella, hubiera estado el gran Luis Berlanga.

Pasado el elemental revuelo todo volvió a la normalidad. Luis y yo nos despedimos con pretendida emotividad que hizo más creíble el calor del momento. La adrenalina que aún recorría las arterias de mi corazón se licuó en la rutina del regreso a casa. Estúpidos cruzándose a toda velocidad en las rotondas, un millón de vueltas a la manzana buscando aparcamiento y el repugnante sonido de las maquinas excavadoras que empapaba mi barrio por la gentileza desprendida de Telefónica.

Estaba deseando ver a Mónica. La quiero por muchas cosas, pero por encima de todo, por su inagotable empatía. Tuve que subir andando los cuatro pisos que llevan a nuestra residencia porque el ascensor seguía averiado. Fue como volver a presenciar la escena del robo en el supermercado, al menos en lo tocante a la tensión arterial. Abrí la puerta y saludé mecánicamente como hacían los maridos cliché de los años cincuenta. Al segundo supe que se encontraba en la cocina, como casi siempre, escuchando la radio, limpiando, ordenando cosas o preparándose un sin fin de tupperwares con los que se acabaría el hambre en El Tobo. Le di un beso corto y me interesé por su día perezosamente. Mónica cogió un paño de cocina que había sobre la repisa, me miró como si el gesto se le hubiera mimetizado con la tela arrugada de la bayeta y me dijo – La gente da asco. Con la misma desgana que imprimí yo al preguntarle.

– !A que sí! Le respondí arrebatado por el conjuro mágico de sus palabras.

Ese era el mejor momento de cada día. Mónica y yo nos drenamos el veneno acumulado bajo la piel de nuestras propias frustraciones cada día justo antes de sentarnos a ver la tele. Un juego que había empezado como un recurso, siguió como un vicio, y continuó como una necesidad.

– ¿Sabes a quién he visto hoy en el supermercado? ¿Te acuerdas de que una vez te conté la historia de un imbécil al que llamábamos el «monohuevo» en clase? Pues me lo he encontrado en la cola del supermercado esta tarde. !Menudo imbécil! Va vestido como un garrulo y dice que no para de ligar y de tirarse tías por las redes sociales. Solteras y casadas aburridas – Le dije haciendo aspavientos con las manos, y sin poder acabar la frase sentí un pequeño escalofrío en la espina dorsal que contuve con hermetismo y que se desvaneció justo cuando Mónica me agarró bruscamente de las manos cerrándomelas de un golpe.

– Hoy no tengo ganas de criticar a nadie, Ismael. ¿Has comprado el detergente? Me respondió contundente con una mirada que no reconocía. La sensación, que aun me recorría la espina, me subió a la cabeza y me hizo sentir mareado. Ella se dio la vuelta, dejó aquel paño sobre la repisa, y se marchó de la cocina sin esperar mi respuesta. Me dejó solo, con la radio, mientras el locutor pregonaba sobre las mentiras de un político a punto de ser imputado en un delito grave. Las máquinas, que aun rugían en la calle, levantaron el tono y ya solo se oía un ruido incómodo. Monótono. Indolente. Un ruido blanco como el que hace una lluvia amorfa cayendo sobre un tejado de lámina. El ruido que provocaba el recuerdo de la foto de Mónica en la billetera de Luis.

!EL FUTURO ES DE TODOS!

Es natural que el éxito artístico espontáneo poco tenga que ver con el talento. La fórmula para la notoriedad es una ecuación en la que intervienen los siguientes parámetros: estar en el lugar indicado, en el momento justo y con el discurso idóneo. Por tanto, circunstancia e idoneidad son, a la postre, los factores que inducen a conseguir el ansiado favor del azaroso e indolente público. Solo cuando hay talento de sobra y ausencia de todo lo demás se introduce un índice corrector: la longevidad.

Cuando la historia clasifica una época, en su proceso de mitificación, cualquier artista que no hubiera recibido un justo reconocimiento en su momento será convertido en incunable, en objeto de culto o en un modelo icónico del buen gusto. Será transformado, en definitiva, en una reliquia necesaria, pues mucha de la producción artística que quedó como excedente, y que no obtuvo trascendencia en el pasado, será susceptible de convertirse en sensación imprescindible de los tiempos modernos. Esta es la razón por la que el refrán “que hablen de ti aunque sea mal” cobra completo sentido, y es que dejar impronta en un mundo artísticamente cíclico, basado en la reinvención, asegura la admiración de simpatizantes en el futuro o al menos su empatía.

Llegados a este punto, sobreviene una pregunta: ¿Cómo podría conseguir eternidad un producto artístico que no encuentra hueco en el presente? La respuesta, a mi juicio, la da la autenticidad. El único atributo que hace que una obra sobreviva al barrido revisionista del tiempo es este elemento. Una obra artística, convenidamente adaptada a un tiempo, puede producir un beneficio inmediato –es el premio del seguidismo- No obstante, cualquier obra realizada con personalidad que no goce del beneplácito del público en un periodo concreto, sin duda, disfrutará de especial mención en el futuro dado que, en la búsqueda de lo nuevo, el pasado siempre juega un importante papel. Es por eso que, en la actualidad, imitar a artistas auténticos, por más flagrante que sea la copia, asegura también admiración (Es el nuevo tal.., la versión moderna de…, no se hacía nada parecido desde aquél…) Es como si la marca se traspasase transcurrido un determinado espacio de tiempo. Se trata del poder curativo del tiempo que cambia lo “viejo” por lo “autentico” de una forma mágica. Algo que me trae a la mente la imagen de ese amigo al que siempre se le pide que imite a algún personaje porque sus colegas, invariablemente, se desternillan con sus interpretaciones de personajes mutados, con una parte nueva marca de la casa, pero categóricamente fiel al original, valorándose más el punto de complicidad que extrañamente se genera que el fondo del discurso.

Ahora imaginemos la siguiente fábula: A un chico se le apareció un genio que, como no podía ser de otro modo, le concedió un deseo en agradecimiento por liberarlo de su prisión en forma de lámpara. El chico, codiciosamente, le demandó al genio ser rico y famoso, y el genio, como evitando hacer el conjuro mágico, le dio al chico la fórmula del éxito para que lo consiguiera por sí mismo diciéndole con voz gruesa. -“Deberás guardar todo lo que compres, jamás tires nada. Serás rico y famoso, te lo garantizo”. El joven -que situaremos en los sobrios años cincuenta- coleccionó cada cosa que compró y recopiló cada cromo, moneda u objeto inservible que le cayó cerca. Muchos años después, y tras pasar un calvario por la ausencia de ingresos, se vio transformado a los ojos de todo el mundo -dado lo obsesivo de su comportamiento- en un incómodo trastornado mental. Esta situación acabó provocando que un vecino diera el aviso a la policía para que desahuciaran al chico, convertido ya en un anciano. Al personarse los agentes y ser recibidos por aquel viejo loco quedaron de piedra al descubrir la cantidad de reliquias y tesoros que amontonaba en aquella casa. Chucherías de otros tiempos con un valor casi incalculable en la actualidad, y lejos de ser expulsado y multado por su comportamiento antisocial, el anciano recibió las más suculentas ofertas por cada bártulo, enser o baratija que poseía. Morralla de otros tiempos convertida ahora en oro por obra y gracia del minutero. Es así como aquel chico se convirtió en un hombre rico y famoso al fin, cumpliéndose irónicamente su deseo de juventud ya a la vejez.

Esta fábula se resume en que todo lo que pervive en el tiempo se revaloriza y gana profundidad; lo bueno, lo malo, los descartes, incluso lo infame. Es por esto que dejar una impronta en el mundo es importante, a modo de legado para las generaciones que vendrán. Primero porque creer en uno mismo, sin mayores tribulaciones que la necesidad de expresar la verdadera naturaleza interior, es algo que todos debiéramos hacer por un sentido espiritual que, lamentablemente, esta sociedad del recreo ególatra ha anulado, y después, porque cualquier cosa que hagamos hoy, pese a que no sea comprendida o no genere interés, será como contribuir con un mensaje en la botella del tiempo a la espera de un futuro menos injusto. Por este motivo, cuando alguien trate de disuadirte de que lo que haces no tiene interés, podrás responderle con la frase del gran poeta latino Ovidio: “Abeunt studia in mores”

–Lo que se persigue con celo hoy se convierte en costumbre mañana-

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EL ÁRBOL MÁGICO

No se hablaba de otra cosa en el pueblo y, naturalmente,  la noticia me llegó de inmediato, como si saber de ella fuera imprescindible para seguir respirando el aire de aquel lugar. Salí a la puerta de casa y lo comprobé con mis propios ojos pues desde la entrada  solía verse perfectamente, de hecho, aquel roble, solía poder verse desde casi cualquier parte. Estaba allí arriba, en lo más alto, coronando la segunda montaña más elevada que la vista podía alcanzar. Aquel árbol era uno de esos caprichos raros de la naturaleza, como las piedras con rostro humano o las nubes de formas mudables, y según desde donde se mirara su aspecto también se volvía antojadizo. Yo solía recordarlo como un enorme y hojoso luchador de  sumo que se sostenía sobre dos espectaculares raíces arqueadas que dividían el sendero natural del monte.

 
Los viejos contaban que si se pasaba por debajo de sus raices siendo niño y se pedía un deseo no tangible, éste, se acabaría cumpliendo de adulto, y es cierto que durante los siguientes años aquella tradición se continuó hasta el punto de ser cientos de niños, venidos incluso de otros pueblos, los que pasaran por debajo de aquel descomunal roble. Un fenómeno que duró hasta que, tan solo hace unos días y durante un extraño temporal veraniego, un rayo -el único que tocó tierra en toda la comunidad en más de cuatro décadas- fulminó aquel mítico tótem de los deseos quedando el lugar yermo y, para sorpresa de todos, ni tan siquiera las cenizas se pudieron recuperar.

 
La gente del pueblo comentaba que sus raices se habían cargado de tanta energía que atrajeron a la centella de forma natural, algunos, los más fantásticos, se atravían a comentar que ese rayo había transportado los anhelos condensados durante años, como si aquel roble fuera un pozo que al llenarse liberara un jugo pacientemente macerado en el tiempo.

 
Esta mañana, antes de volver a la ciudad, me reencontré con un viejo amigo, su semblante feliz y jubiloso me llenó de alegría y conversamos animadamente de todo durante un buen rato. Acabada la formalidad rigurosa y antes de que me despidiera me dijo que la enfermedad que sufría su hermano desde niño estaba remitiendo milagrosamente y no se sabía el motivo. Me sorprendí tanto que, inmediatamente, le pregunté en voz baja y en tono divertido si eso era lo que había pedido al roble, a lo que me respondió una emocionada y reconfortante afirmación.
Tal vez los deseos de todos los niños que pasaron por debajo de aquel árbol mágico se empiecen a hacer realidad o, tal vez, que desapareciera ese viejo roble sea el modo de devolver  a la despreocupada niñez a muchos hombres adultos adustos por la pesada carga de la madurez. Tal vez no signifique nada y el ciclo natural de las cosas sea solamente eso, un ciclo impenitente al que observar desde lejos, pero lo que yo ya sé hoy es que, una vez que recordé mi deseo en mi vuelta a la ciudad, recuperé por unos instantes la felicidad de aquellos años y lo dí por cumplido.

Con once años ingresó en un conservatorio para estudiar la carrera de piano pero fue expulsado tan solo un año y medio después. Su comportamiento –díscolo– durante la interpretación de una partitura del celebérrimo compositor Bela Bartok provocó que la reprimenda recibida por el profesor hiciera nacer a Colin Mars.

Desde entonces, alejado del mundo académico e impulsado por una incontrolable frustración creativa, comienza un acercamiento extraordinariamente pasional al universo musical desde cero, huyendo de su displicente pasado disciplinar y motivado por la necesidad de expresarse por sí mismo. Comienza entonces el viaje de Colin a Marte. Un viaje que ha durado 28 hiperactivos años que han dado como fruto las primeras obras de este músico entusiasta.

LLueve Hacia Arriba es su primera obra en ver la luz públicamente.

https://soundcloud.com/c-sar-esp-hern-ndez

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Carta a un amigo

Si tú supieras la huella que me has dejado

Si supieras los momentos únicos que me hiciste vivir

Si pudieras vernos desde arriba y, con esa mueca tuya, decirnos a todos que no nos preocupemos más, que todo está bien, que se puede volver a empezar si te dejas deslizar por un tobogán que, además, te ha permitido elegir el personaje que desearas ser cuando bajaras de él, para compensarte, justamente, por el poco tiempo que estuviste entre nosotros.

¿Qué habrás elegido? -me pregunto yo hoy- consciente de que, sea lo que fuere, es seguro que me volverás a encontrar de uno u otro modo.

Hace muchos años pasamos una eternidad cerca de un río, en mitad del cual había un pequeño pedazo de tierra. Aquella tarde, en la que fuimos creadores, reímos tanto que me gusta pensar que, ahora, es allí donde estás; en esa isla mínima y en aquel momento justo en que, para los dos, todo fue tan grande, como el continente más ingente, y tan especial, como el más privativo de los lugares, permaneciendo, cada día, en mi enorgullecido recuerdo de ti, cada uno de esos instantes.

…Hasta que te vuelva a ver en nuestro exclusivo arrecife, amigo, donde seguro, estás ya esperando que continuemos aquel día.

 Gracias por cruzarte en mi vida y por el regalo de tu recuerdo imborrable, mi querido, Oscar Correal Castellanos.

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