EL ABUELO NO MURIÓ DE VIEJO

Volví a enfocar su figura uniformada en la mirilla del rifle. Crucé el pasillo hasta el dormitorio, con la cara pintada y el disfraz de camuflaje de papá. Entreabrí la puerta y allí estaba, durmiendo, el pelo blanco resinoso esparcido sobre la almohada como una aureola y la boca, desdentada, entreabierta. Su pecho, al respirar, se movía tan suavemente bajo la sábana que apenas si se percibía; tanto, que podría haberse dicho que ya estaba muerto. Le disparé, y el corcho le rebotó en la frente. «¡Tú la llevas!», –grité, y corrí a esconderme–. Seguramente murió de viejo pero no le digas a la mamá que estuve anoche en su habitación.

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